Subjetividad en Fuga.

Cada año se hace más corto,
nunca pareces encontrar el tiempo

Pink Floyd


Corría el año 1878 cuando Thomas Alva Edison viajó a Paris para presentar ante la Academia de Ciencias su revolucionario invento: el fonógrafo. La exhibición transcurría sin sobresaltos hasta que el neurólogo Jean Boullard se precipitó sobre el inventor y mientras lo agarraba del cuello denunciaba a viva voz que lo que sucedía no era más que el truco de un ventrílocuo.

No toda innovación tecnológica generó semejantes pasiones. Justamente, con el teléfono la situación fue menos dramática, se resumió apenas en un problema de patentes. El creador había sido Antonio Meucci, que lo llamó teletrófono, y no Alexander Graham Bell quien durante mucho tiempo fue considerado el inventor junto con Elisha Gray debido que fue el primero en patentarlo en 1876. Finalmente en el año 2002 el Congreso de Estados Unidos aprobó la resolución por la que se reconocía a Meucci como el verdadero inventor.

Hoy, más de una centuria después, este dispositivo comunicacional no sólo ha mutado en su formato y en sus capacidades, sino que gracias a la globalización su uso se ha hecho casi universal (la popularización de los smartphones paso de 1/4 de millón en 2009 a 2000 millones en 2016). De este modo, quedaron atrás los viejos y aparatosos modelos de la primera mitad del siglo XX gracias a la continua miniaturización que aparejaron las tecnologías de punta. A la sazón, aquellos teléfonos negros e irrompibles hechos en baquelita fueron reemplazados por los más livianos de plástico, para luego transformarse en los entonces revolucionarios inalámbricos que dieron paso a la actual telefonía móvil.

Con todo, el teléfono celular es, en realidad, una pequeña computadora con la que se habla, pero también se saca fotos, se guardan datos, se escucha radio o música bajada de internet, se sabe la hora. Tiene calendario, calculadora, jueguitos, se puede navegar, grabar, filmar y siguen las firmas. Este dispositivo, fruto del indetenible proceso de miniaturización, se ha transformado, finalmente, en un domicilio legal móvil, ya que permite llevar adelante las actividades antedichas gracias a las incontables antenas esparcidas a lo largo y a lo ancho del planeta y, que en caso de encontrarse en una zona habilitada con wifi, puede desde operar vía banca electrónica hasta armar una videoconferencia. Es que su condición de ente portátil, al igual que las computadoras o las tabletas, permiten ubicar a su usuario en cualquier lugar del mundo.

De este modo, hoy por hoy en el imaginario social de la época actual es inconcebible no poseer este dispositivo, ya nadie es sin su teléfono móvil. Esta afirmación, desde luego, se basa más en las políticas expansivas del mercado que en una descripción estadística, sin embargo en ciertas franjas poblacionales es certeramente así. Su incorporación a la vida cotidiana es total, a tal punto que ya no sólo lo utilizan los niños sino que ya existen cargadores portátiles para que los usuarios no se queden sin baterías inesperadamente. Si hasta hace un tiempo atrás podíamos parafrasear a Descartes planteando como slogan de la época “consumo, luego existo”, en función del pasaje de ciudadanos a consumidores que el advenimiento de la sociedad posindustrial propagó, en la actualidad el planteo sería del orden de “estoy conectado, luego existo”,

Por lo tanto, el tema central es el del ser. Nadie que se precie puede prescindir del celular, lo necesita para trabajar, para divertirse, para despertarse, para fotografiar o filmar desde la estela que deja un meteorito hasta la más innecesaria de las selfies, es decir, la vida misma. Es inimaginable, entonces, ser y estar sin celular, ya que este dispositivo es nuestra conexión con el mundo interior (allí están nuestra agenda, nuestras anotaciones, etc.), y con el mundo exterior (allí están los otros con su presencia remota, con sus videos, etc.). La idea es que el celular no es una herramienta sino una parte más del cuerpo, por lo que resulta indispensable incorporarlo a todas las actividades que aún están pendientes de conexión. En este sentido, una publicidad reciente muestra como una joven despliega su rutina deportiva corriendo por distintos lugares del país con su celular pegado a su brazo con el correspondiente accesorio de agarre. Por otra parte, ya salieron al mercado los móviles que no se arruinan en contacto con el agua, con lo cual a aquellos que se les ha caído accidentalmente en el inodoro o en una zanja pueden suspirar con alivio y a los que han soñado con atender una llamada mientras se están bañando, finalmente, les ha llegado la hora.

A fines de la década del ´20 Martin Heidegger publicaba Ser y tiempo, su obra cumbre y uno de los baluartes de la filosofía existencialista. Allí trazaba un hilo conductor de carácter inalterable entre la temporalidad y la dimensión subjetiva al plantear que el ser es el ser para la muerte. De este modo, la precisión sobre la finitud, la única certeza con la que contamos, configura al tiempo como una invariante axial en la vida de los sujetos. Estos, o sea nosotros, sólo encontramos sentido a nuestras vidas en la medida que nos referenciemos respecto del paso del tiempo. Esta misma situación la retoma Borges en su cuento El inmortal, donde esta condición impide la consecución de cualquier tipo de proyecto, ya que la indefinición temporal actúa como un freno mientras que la noción ya conciente, ya inconciente de la muerte (por fuera de la fenoménica depresiva, desde luego), moviliza la acción.

Por tanto, la cuestión del tiempo es la duración, así se denomina en Física al tiempo transcurrido. Ahora bien, el problema es que la duración se viene acortando tal como lo resalta Pink Floyd en su tema Time. Y este acortamiento se debe a la irrupción de la instantaneidad en el campo de las comunicaciones, ya que éstas han logrado abolir de manera ilusoria la dimensión temporal. Esto puede apreciarse en los recurrentes comentarios acerca de lo rápido que se consumen los años, temática que no es patrimonio sólo de los adultos, los adolescentes ya comienzan a sentirse atravesados por la misma vivencia. No obstante, la instantaneidad produce una serie de fenómenos asociados como la exasperación que provoca la demora en atender una llamada o en recibir un correo electrónico, la cual sólo es superada si el remitido directamente no responde (aquí puede escucharse la típica frase de “para que tiene celular si no lo atiende o lo tiene apagado”). Es que la permanencia en la conectividad se ha convertido en un parámetro vital.

De este modo, la pérdida de la duración ha puesto en fuga la subjetividad. La conexión global a través de todos sus medios genera el efecto paradojal de una desconexión respecto del sí mismo. Esta huida de la conexión interna tanto respecto del campo ideativo como del campo emocional produce un nuevo tipo de alienación. Esta trabaja en la misma línea con la que se intenta embotar los sentidos a través de las conocidas políticas de desinformación llevadas a cabo por parte de los grandes medios de comunicación o de la chabacanería o banalidad expuesta por ciertos programas televisivos (la “culocracia” al decir de José Pablo Feinmann). Por tanto, el uso de los celulares como forma exclusiva de conexión con el mundo genera el mismo efecto alienante. Recordemos que el último slogan de una de las compañías vernáculas de telefonía en ocasión de la presentación de la tecnología 4G fue: “la vida en tiempo real”. Es decir, todo lo que ocurre para que verdaderamente ocurra debe poder ser trasmitido, comunicado, fotografiado, filmado, etc. Los quince minutos de fama que predijo Andy Warhol se han transformado en un continuum espacio-temporal. Otro astro, en este caso futbolístico, había dicho que “si no salís en la tele no existís”. A esta altura de los hechos para existir es necesario no sólo figurar en los programas de TV, sino también en las redes sociales para poder mostrar la propia imagen ad infinitum y expresar en frases los pensamientos que es necesario viralizar para obtener los “like” por parte de los que siguen por la pantalla propia la vida ajena.

Esta fuga de subjetividad, esta nueva dilución en el seno de la vida líquida, da lugar de manera inevitable a la aparición de un nuevo equilibrio psíquico. La posibilidad real y concreta de ser capturado por esta dinámica, que cuenta con todas las chances de tornarse adictiva, ratifica el individualismo a ultranza en boga a través de la autoafirmación obtenida por medio de la consagración de cada uno de los actos trasmitidos urbi et orbi Pero, además, ahonda la superficialidad de los encuentros con el curioso efecto del aislamiento en compañía. Tal como puede observarse en los miembros de parejas y familias munidos cada uno con su dispositivo personal “compartiendo” desayunos, almuerzos, viajes, etc.

Finalmente, la escena en cualquier medio de transporte público con la mayoría de sus pasajeros hipnotizados por las pequeñas pantallas luminosas remeda una escena de Farenheit 451, la novela que Ray Bradbury publicara en la década del ´50. En ella el protagonista vive en una sociedad donde están prohibidos los libros, la función de los bomberos es quemarlos donde los encuentren. En un momento hace un viaje en subte y observa descorazonado como todo el pasaje en una especie embriaguez colectiva entona los jingles comerciales 5que se propalan por el altavoz. Claro, lo único que la ciencia-ficción de Bradbury no pudo anticipar fue el tsunami individualista, el resto hace rato que se cumplió. Publicado en “El Psicoanalítico. Laberintos, Entrecruzamientos y Magmas.  Publicación Digital de Psicoanálisis, Sociedad, Subjetividad y Arte”. Boletín Número 24 – Buenos Aires, Enero 2016.

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