Self or not Self
All through’ the day
I me mine, I me mine, I me mine.
All through’ the night
I me mine, I me mine, I me mine.George Harrison
La tiranía de la imagen no respeta límites ni fronteras. En este caso, en su versión narcisista, ha renovado sus pergaminos con su conspicua y consuetudinaria capacidad de infiltrarse en los ámbitos más disímiles. De este modo, ha dado una nueva vuelta de tuerca colándose esta vez en el territorio de la tecnología con anclaje en la comunicación social.
Esas pequeñas computadoras, que insistimos en llamar teléfonos móviles o celulares, han logrado con el avance de la miniaturización incluir dentro de sus dispositivos unas cámaras fotográficas de alta definición. Al punto que las viejas y queridas cámaras (renovadas digitalmente, desde ya), son rara avis frente al aluvión de celulares que disparan fotos sin cesar y casi a la velocidad de la luz.
No obstante, y como resulta hartamente notorio, el avance tecnológico no se resuelve sólo en la permanente renovación del plantel de sus creaciones. En sus alrededores se desarrollan dispositivos colaterales que suplementan al objeto diseñado, ofreciendo así nuevas funciones. Este es el caso de los llamados alargadores para tomar selfies (aunque también los encontremos bajo los nombres de bastones, palos o extensiones).
Albricias, podríamos exclamar sin hesitar, porque de este modo se ha resuelto un viejo problema para los viajeros solitarios. Ahora pueden tomar fotos de sí mismos sin tener que mendigar la buena voluntad de algún ocasional transeúnte. Sin embargo, esta no es la única novedad, ya que las selfies tienen una modalidad plural que se despliega tanto en las fotos que albergan a parejas como en las que alojan los más variopintos grupos.
Es así como contemplamos a ejércitos de personas, que munidos de sus palitos o bastones, no cesan de autoretratarse solos o acompañados. Sin embargo, esta no es la única actividad que desarrollan, porque en este furor retratandis las selfies ya no se circunscriben a fotografiar personas. En un giro copernicano se han trasladado del yo hacia sus objetos. A la sazón, ya no alcanza con retratarse en todas las versiones posibles, sino que la captura de imágenes abarca los objetos que se encuentran incluidos en casi todas sus actividades.
Nuevamente, estamos en la dimensión de la vida en tiempo real (tal como rezaba una vieja publicidad de celulares). Es que cada paso que da el ajetreado ciudadano de la imagen debe certificarlo con su pequeña cámara y luego darle existencia real subiendo la foto o el video en cuestión a alguna red social. Por tanto, nos encontramos a cada instante con alguna imagen que da fe lo que nuestro interlocutor del ciberespacio está haciendo en este preciso momento.
Desde ya, esto no invalida la utilidad de estos dispositivos para un cúmulo de situaciones donde su efectividad ha sido largamente comprobada (accidentes, agresiones, robos, etc.). No obstante, lo que aquí nos interesa es la dimensión extímica de la cuestión, este fenómeno que engloba y despliega la exhibición de la vida personal. Es que el ablandamiento de los límites entre lo público y lo privado en una suerte de práctica confesional posmoderna reconfigura y redefine el concepto de intimidad.
La extimidad daría cuenta de una intimidad que se ve exhibida, donde el sujeto a la manera de un guionista genera una secuencia de imágenes y comentarios ad hoc para poder protagonizar el relato de su propio curso vital. Convirtiéndose, de esta suerte, en el protagonista de un verdadero show que intenta dar cuenta de la espectacularización de su vida cotidiana. En este contexto su subjetividad se construye y se despliega únicamente en el campo de lo visible y en una conexión permanente a través de los dispositivos tecnológicos de comunicación. Por tanto, el eje en torno al cual se construye el sí mismo se desplaza desde las profundidades del ser hacia las superficies reflectantes de lo perceptible.
Gastón Bachelard afirmaba que toda luz arroja una sombra. Entonces, ¿la encandilante luminosidad de lo visible no estaría ocultando con sus sombras la dimensión alienante que sustenta la cultura de la imagen? Es que la idea de este yo exhibido y elevado a la categoría de personaje de un espectáculo privado que se hace público a medida que se disemina por las redes sociales, remite a la necesidad de estar siempre a la vista, de tener un público de lectores, de miradas, sin las cuales este personaje dejaría de existir.
Con todo, también cabría preguntarse sobre el destino de estos brillos quiméricos y fatuos en la producción de significantes imaginarios sociales en este momento histórico. En pleno avance de la insignificancia, al decir de Castoriadis, nos encontraríamos con una pauperización de los psiquismos a fuerza de una tendencia va camino de reemplazar la dimensión simbólica por la icónica. Por tanto, si la pregunta en juego es cómo se define la ecuación que relaciona realidad psíquica con realidad social nos podríamos encontrar (salvando las distancias con cualquier idealismo de cuño platónico), con una nueva versión de la Alegoría de la Caverna.
No obstante, la práctica generalizada de las selfies toma un giro dramático que linda con lo absurdo. Es que según un estudio del año 2018 de la Biblioteca Nacional de Medicina de Estados Unidos 259 personas murieron entre 2011 y 2017 tratando de tomarse una selfie en situaciones extremas. A tal punto se difundió esta moda que los investigadores recomiendan crear zonas prohibidas para selfies en sitios peligrosos para reducir el número de muertos. Estos incluyen cimas de montañas y edificios altos, ya que allí se produjeron numerosas muertes.
Sin embargo, éstas también se provocaron por ahogamiento, accidentes de tránsito, ataques de animales, electrocución y armas de fuego. Los investigadores descubrieron que los decesos relacionados con las selfies son más comunes en India, Rusia, Estados Unidos y Pakistán y que el 72% de las víctimas eran hombres. Sin embargo, aseguran que el número real de muertes por esta actividad puede ser mucho mayor, ya que ésta no es la causa que se registra como razón de la defunción.
El círculo se cierra y un renovado Narciso se ahoga por contemplar su imagen, ya no en las aguas de un lago sino en la pantalla de su celular. La paráfrasis del monólogo del príncipe de Dinamarca que ilustra el título no arroja dudas. En este momento histórico donde la tiranía de la imagen reina casi en soledad sólo es posible ser si las selfies dan fe de ello.
Publicado en “El Psicoanalítico. Laberintos, Entrecruzamientos y Magmas. Publicación Digital de Psicoanálisis, Sociedad, Subjetividad y Arte”. Boletín Número 36 – Buenos Aires, Enero 2019.
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