Lugar y función de los vínculos en la encrucijada adolescente

La encrucijada adolescente se encuentra enmarcada y caracterizada por la emergencia de una doble crisis.  En primer término, la que se desbarranca sobre el propio sujeto adolescente a partir de la metamorfosis física y psíquica a la que se ve arrojado sin un posible retorno.  En segundo término, la que acaece sobre sus vínculos familiares, junto con su movilizante inclusión en las instituciones a las que pertenece o por las que atraviesa.

En el ámbito de su crisis personal y a raíz de su transformación se enfrenta a la pérdida de representaciones y afectos que habían poblado la atmósfera de su niñez. Esta pérdida pone en jaque a la mayoría de sus referentes infantiles, aquellos que habían funcionado a la manera de un brújula orientándolo en la forma en que ocupaba un lugar en el mundo de los adultos, en como se relacionaba con los otros (tanto como sujetos de la realidad como objetos de su fantasía), y en como organizaba las vicisitudes derivadas de su dimensión pulsional (sus descargas específicas, sus sublimaciones, etc.). Asimismo, esta pérdida también habrá de perturbar el equilibrio tópico, dinámico y económico de su registro narcisista, ya que los recursos y los logros con los que se cimentó su autoestima fueron tributarios de la misma organización representacional y afectiva que caducó en su vigencia con la llegada del adolecer.

Esta crisis que conduce a un proceso de vaciamiento interno que es necesario restañar se refleja en los duelos por el cuerpo infantil, por los padres idealizados, por la dependencia material y afectiva, y también por la reformulación de sus instancias psíquicas. La avidez que despierta este vaciamiento acuñó en la obra de Missenard la elocuente expresión de urgencia identificatoria para definir el estado que el psiquismo adolescente atraviesa en su normal anormalidad. Esta urgencia, sin embargo, no es la única ya que para que pueda plasmarse una recomposición intrapsíquica que le permita operar al joven en su nueva realidad mediante el proceso de recambios representacionales que denomino remodelación identificatoria, es necesario contar con la apoyatura sobre una serie de intercambios que se despliegan en el plano intersubjetivo. Esta dinámica de intercambios será comandada por la que podríamos bautizar como urgencia vinculatoria.

Estas dos urgencias marcan el ritmo incesante que lleva al adolescente a conectarse en los ámbitos en los que éste se desplaza con estos nuevos otros que oficiarán como modelos, rivales, objetos y auxiliares, en su desesperada búsqueda de un lugar imaginario-simbólico que le permita anclarse en el océano de la tan deseada y tan temida cultura adulta. Las fugaces identidades que emergen como producto de esta dinámica de intercambios se configuran y se sostienen en su transitoriedad gracias al accionar de la secuencia de tiempos lógicos en la que se estructura el proceso de apuntalamiento. Tendremos así un imprescindible apoyo sobre los otros (los del origen, los significativos, los flamantes), una modelización identificatoria que provee los nuevos ropajes, una ruptura crítica que permite tomar distancia y poner en marcha el trabajo de transcripción, aquel que hará que lo que se tomó de afuera se transforme finalmente en algo propio.

En este proceso de apuntalamiento se hace evidente el lugar y la función que adquieren los vínculos en la transición adolescente. El apoyo, la modelización y la ruptura sólo son viables en ocasión de los intercambios que se producen en el territorio del registro intersubjetivo, porque requieren del otro tanto de su presencia efectiva como simbólica, y de su disponibilidad para sostener la marcha de dicho proceso. De no ser así nos enfrentamos a las consecuencias del vacío, de la apatía, del sin sentido, de la depresión causadas por el abandono o la renuncia de las funciones a las que está llamado a cumplir el otro. Porque además de apuntalar el otro debe también poder acompañar mediante el despliegue de una actitud empática, manteniendo alerta y flexible su disposición a los movimientos que el adolescente va efectuando en la imprescindible exploración de sí mismo, de sus vínculos, y del mundo cultural a través de las experiencias con las que simultáneamente va capitalizando la ampliación de sus instancias psíquicas.

Es también importante recordar que el registro intersubjetivo no será el único proveedor de puntales durante la agitada transición adolescente, ya que las significaciones imaginarias sociales que pueblan el registro transubjetivo van a contribuir decisivamente con su aporte de figuras y modelos al procesamiento de la remodelación identificatoria. Estas figuras y modelos van a circular a través de todos los canales culturales habilitados para su expresión (on y off the record), quedando así a disposición de las necesidades del colectivo adolescente. Este luego de metabolizarlas y reciclarlas las utilizará no sólo para los ya mencionados fines identificatorios sino también para engrosar el conjunto de los emblemas y contraseñas que utilizará el código con que se va a reconocer y a comunicar cada nueva camada de jóvenes.

Por su parte, la crisis de los vínculos familiares se manifestará en dos vías que no se excluyen ni se interfieren. Por un lado, la crisis será tributaria del posicionamiento en el que estos otros recalen a partir del sismo que produce la metamorfosis adolescente, ya que el cuestionamiento de los valores que sostiene el discurso familiar pondrá contra las cuerdas a los ideales encarnados y sostenidos por los padres. Esta situación derivará en la consecuente y necesaria devaluación parental, que apunta en su juvenil omnipotencia a finalizar con la dependencia afectiva y a la creación de una tabla de valores para ser utilizada con criterios y fines propios. Esta escenografía de ruptura crítica y rechazo ornará el escenario donde se forja el combate de fondo del enfrentamiento generacional, anteúltima parada de la línea férrea que conduce al desasimiento de la tutela parental y a la entrada ya no de facto sino de jure en el mundo cultural adulto.

Por otro lado, los miembros adultos de la familia se enfrentan a una fuerte crisis personal fruto del espejamiento de la que fue su adolescencia con la que presencian, participan y padecen a manos de sus hijos. Es que la llegada de esta transición obliga a los adultos a confeccionar un balance donde se juegan las cartas de lo que en su momento no se supo, no se pudo, no se quiso ser o tener, junto con las emociones y sentimientos asociados: placer, gratificación, orgullo, envidia, odio, etc. La emergencia de estos afectos es correlativa del nivel elaborativo al que cada adulto arribó en su trabajo de metabolización de los duelos cursados y en la aceptación de lo que pudo utilizar de los recursos y posibilidades que lo acompañaron en la historia vital de su adolecer.

Con este bagaje en la mochila de los adultos se procederá a la signatura del segundo contrato narcisista, que traerá aparejado el reconocimiento de los nuevos posicionamientos acaecidos con el arribo de la adolescencia. El joven asumirá su posición como sujeto semi-autónomo, con derecho a voz y voto en temas que hasta el momento lo excluían parcial o totalmente, mientras que los adultos resignarán parte de su tutela aceptando su introducción en un nuevo ciclo vital donde su protagonismo no desaparece, sino que cambia de pigmentación generando nuevas obligaciones. El cumplimiento de este segundo contrato es tan decisivo como el primero, ya que en ambos y a pesar de que se suscriben en tiempos diferentes la identidad se encuentra en la encrucijada de configurarse y consolidarse, o bien, diluirse en las diversas versiones con las que se hace presente la patogénesis.

Las instituciones a raíz de mantener históricamente una oferta amplia de apuntalamientos se vieron envueltas en los fragores derivados del accionar de la condición adolescente, en tanto ésta siempre ocupó la función de caja de resonancia de los movimientos sociales y culturales. La llegada de la posmodernidad las despojó de una de sus clásicas funciones, la de absorber las ansiedades más primarias de los sujetos, por lo que actualmente muchas de ellas se muestran refractarias y devuelven lo que intenta serles depositado de forma automática. No obstante, a pesar de su aparente impermeabilidad siguen acusando recibo del embate de la condición adolescente a través de sus fallas, de sus reacciones espasmódicas, y de su falta de respuestas. Durante la modernidad el destino de lo instituido era el de ser cuestionado por el espíritu vanguardista de cada camada adolescente, convocando así la presencia y el accionar de lo instituyente. Actualmente el soporífero vaciamiento de sentido y de proyecto ha producido el congelamiento de la dimensión de cambio, lo cual irremisiblemente vuelca sus efectos sobre un colectivo que a pesar de las adversidades que lo atenazan aún sigue buscando su destino.

Categories:

No responses yet

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *