La Muerte de las Ideologías

Un Sofisma de Fin de Siglo

Todo pasa y todo queda
pero lo nuestro es pasar

Antonio Machado

Publicado en Actualidad Psicológica  Año XVII – Nº 188  Junio de 1992      


Hace unos cuantos siglos, Aristóteles creó una categoría para  clasificar al hombre dentro la escala zoológica, la llamó zoon politicon. Bastante más tarde aparecieron otras clasificaciones: homo sapiens, homo faber, homo ciberneticus. Y si bien, cada una apunta a una faceta de las tantas que tenemos los seres humanos, la eterna  tentación fue encontrar una que las reuniera a todas, aquella que por sobre las demás diera cuenta total y absoluta de nuestra esencia como especie.

Pero las ciencias y las filosofías han incorporado hace relativamente poco una noción que ha producido una revertebración de las mismas: los análisis son fragmentarios. Ninguna teoría por más abarcativa, perfecta e incontrastable que parezca puede dar cuenta del todo.

Cité estas clasificaciones sobre el hombre con toda intención, ya que en su propósito delimitante no pudieron eludir algo que las marca intrínsecamente: son ideológicas.

Y cuando me refiero al término ideología lo hago en sentido amplio. El diccionario (1) nos informa que es la rama de las ciencias filosóficas que trata del origen y clasificación de las ideas, pero que también es el conjunto de fundamentos doctrinarios de cualquier sistema económico, político, etc. Por lo tanto, toda sistematización de conocimientos tiene un basamento ideológico que la caracteriza imprimiéndole un sesgo propio. Así como en Astronomía existe el concepto de paralaje y en Física el de sistemas inerciales, toda teoría determina el movimiento de su objeto desde su propio movimiento y si es verdad que ésto puede circunscribirse y deslindarse en parte, también lo es, que el dispositivo determina el fenómeno a capturar.  

Ninguna de las ideas que la humanidad utilizó en el curso de su desarrollo intelectual  escapó de la cristalización, algunos pensadores sí. Muchas de las escuelas filosóficas dogmatizaron sus líneas de pensamiento, reinando por años o siglos hasta su ruidosa caída o su progresivo olvido.

Justamente, con el derrumbe de la Escolástica medioeval, cuando los pensamientos dejaron de pertenecer al Mundo de las Ideas y comenzaron a tener un papel histórico-social, el viejo orden pareció arder a la luz de las nuevas propuestas. Las ideas habían dejado de ser entelequias que orbitaban planetas inexpugnables para convertirse, según los contextos en productoras o inhibidoras de movimientos de todo tipo: intelectuales, sociales, artísticos, científicos, dando lugar a la serie de convulsiones que atravesó y sigue atravesando Occidente en su desarrollo filosófico y científico.

Si me refiero a Occidente es porque la otra mitad del mundo siguió otro curso (no menos ideológico) produciéndose un divorcio del que quedan marcas indelebles: económicas, religiosas, políticas, étnicas. Las intolerancias en el campo religioso, devenidas tarde o temprano en guerras contra los infieles (o sea los otros), muestran con lucidez implacable que ideología es diferencia y que la lucha es por imponer una idea, en este caso una idea de Dios. (2)

Por lo tanto, en cualquier punto del curso de la historia es posible encontrar un conjunto de ideas elevadas a la categoría de ideología, oponiéndose a otro u otros tenazmente, e imponerse por la razón o por la fuerza, dejando desarmado o eliminado a su oponente.

Pero la mejor manera de imponer un sistema de ideas sin derramar una gota de sangre, metafórica o de la otra, es haciéndolo pasar desapercibido, disimulándolo.

De esta manera si hay un discurso ideológico camuflado por excelencia, es aquel que nos quiere convencer que existen sujetos e instituciones con ideología y sin ella; que aquellos son peligrosos por lo explícito de sus objetivos y sus formas, mientras que éstos son confiables por su transparencia, rayana en la vacuidad de contenidos, que hacen que sus mentores, tecnócratas y pragmáticos, se aboquen a los problemas que nos aquejan sin el obstaculizador y obnubilante lastre ideológico sino con la objetividad inmanente de los hechos. 

La falacia reside en creer que es posible tomar posición sin posicionarse, o peor aún, en no tomar ninguna, ya que no es necesario, porque los conocimientos objetivos permiten una adecuación isomórfica a los acontecimientos. La irrupción del concepto de transversalidad hace que estos argumentos caigan por su propio peso: estamos atravesados por el contexto en el que nos hallamos. Ni el más aislado de los seres escapa a ello, su contexto el que sea, lo determina y lo modifica de una manera desconocida (podríamos decir inconciente) para él.

Pero sería ingenuo pensar que la influencia del contexto es ingenua, ésta se expresa a partir de una o varias ideologías concatenadas, yuxtapuestas o en oposición, que dan a ese contexto una cualidad específica. No es lo mismo vivir en la ciudad que en el campo, en un departamento que en un iglú, leer el New York Times que el Pravda o simplemente no saber leer.

Las ideologías no son fenómenos exteriores a nosotros mismos, les pertenecemos porque nos pertenecen, lo sepamos o no; todo responde a la o las ideologías porque son una forma de pensar al mundo o sea de pensarnos.

Esta farragosa introducción viene a cuento de una situación de gran actualidad. Estamos asistiendo desde hace tiempo a las consecuencias de un discurso pleno de efectos y sentidos, proveniente del mundo desarrollado y que aquí afilió insignes portavoces. Me refiero a la muerte de las ideologías y al fin de la historia.

Decir que las ideologías han muerto es tan ideológico y de tantas implicancias significantes como lo era para los agnósticos que el conocimiento de Dios y sus atributos era imposible. El discurso posmoderno aparenta estar vacío para inmovilizar la réplica, pero es pleno. Intenta desarmar al rival primero azuzándolo con sus sofismas y luego ofreciéndose sin volumen ni sustancia, proponiendo así la lucha imposible de la espada con el holograma.

Este discurso ha calado tan hondo en este arrabal del planeta, que en ciertos sectores de la sociedad se lo utiliza alegremente para explicar casi cualquier cosa, especialmente lo que viene resultando bastante inexplicable. Su popularidad es como la de aquellos jarabes que se vendían por los pueblos, que servían tanto para el dolor de muelas como para recuperar el cabello perdido, con la misma fórmula se solucionaba todo. Lo mismo ocurre con este discurso que es utilizado para justificar las alternativas socioeconómicas como para rechazar cualquier crítica.

Uno de sus blancos predilectos son los desorientados militantes de la vieja izquierda, a quienes no se les informó a tiempo del iceberg de la posmodernidad, mientras hacían su travesía de la historia a bordo del Titanic de la teoría. Impotentes y sin posibilidad de reacción se desbandan sin saber hacia donde, mientras las nuevas derechas brindan por la llegada de lo que para ellas es el punto final en lo que hace a sistemas de gobierno y pensamiento político.

Pero esta descripción es incompleta, la posmodernidad y sus frases hechas nos abarcan a todos. Aunque no seamos militantes de izquierda nos hallamos tan desorientados como ellos. Lo que se nos aparece como la dolencia de estos tiempos es la sensación de haber perdido los sueños: el  de sociedades más justas, igualitarias y participativas, el de la humanización del trabajo y del poder. Con la volatilización de estas utopías se han fugado también las esperanzas, justificadamente desde ya, ¿qué se puede esperar si no habrá más historia? Si todo va a quedar como está para siempre, si todo se ha cristalizado en forma definitiva, ¿qué situación va a encender el motor de los cambios?

Sin historia ni ideologías no hay nada más por hacer, o mejor, hacer lo mismo, ritualizar la existencia y el pensamiento.

Esta situación atenta contra una dimensión fundamental del sujeto, la dimensión temporal, que es imprescindible para el desarrollo psíquico y para la integración en la cultura y la sociedad. Piera Aulagnier nos ilustra sobre esto: “Acceso a la temporalidad y acceso a una historización de lo experimentado van de la mano: la entrada en escena del Yo es, al mismo tiempo, entrada en escena de un tiempo historizado”.(3) El futuro, la posibilidad de obtener algo que no se tiene o que no se es, el poder pensarse en función de ese lugar, campo de los ideales, despliega una dinámica mental de crecimiento, de advenimiento, basada en los recorridos objetales e identificatorios que atravesó ese sujeto, que se conforman en base de lanzamiento de su proyecto identificatorio. Todas las perturbaciones que sufra este proceso, desde su dificultación hasta su total impedimento darán cuenta del grisado que se difumina entre conflicto y enfermedad mental grave.

La cancelación del campo del proyecto, que repercute en los registros imaginario y simbólico del sujeto, no deja indemnes a los de la sociedad. El campo de los ideales de la sociedad se verá restringido, la esperanza de cambios será trocada por una sensación de vacío difícil de sobrellevar, que generará resignación, mistificación, inmovilidad, abulia, desinterés. A las sociedades opulentas les queda el recurso del consumo compulsivo elevado a la categoría de adicción, en un intento a la larga fallido de paliar este vacío.

Pero la muerte de las ideologías o mejor, la ideología de la muerte del pensamiento y de la creación no serán eternas. Tras la caída del objeto idealizado y de las viejas utopías, con la consecuente elaboración de su respectivo duelo, sobrevendrá una nueva investidura y un nuevo proyecto. La historia de las ideas llega aquí en mi ayuda, paulatinamente el sopor, la resignación y la parálisis serán reemplazados por nuevas ideas que renueven las fuerzas, pero para ello es condición sine qua non que se revisen los viejos ideales, las viejas teorías, las viejas ideologías y que se acepte su pérdida parcial o total en aras de las nuevas.

Acceder a esta castración simbólica removerá los cimientos del proyecto identificatorio, lo cual es inevitable en toda situación de cambio, como es la vida, pero especialmente en épocas de giros ideológicos de contundencia sísmica como suele ocurrir en todos los finales de siglo.

 Cito nuevamente a Piera Aulagnier: “Castración e identificación son las caras de una misma unidad; una vez advenido el Yo, la angustia resurgirá en toda oportunidad en la que las referencias identificatorias puedan vacilar. Ninguna cultura protege al sujeto contra el peligro de esta vacilación, del mismo modo en que ninguna estructura lo preserva de la angustia”. (4)

Toda ideología pretende ubicarse en el centro del universo a la manera del Péndulo de Foucault, y desde allí explicarlo todo, tarea imposible si las hay, pero que a la vez permite mantener en movimiento el devenir del conocimiento, hacia un modelo explicativo cada vez más amplio y preciso.

Toda ideología, concepto, teoría, está condenada a ser enriquecida, desplazada, reemplazada o aniquilada por otra, destino tan inevitable como prometedor. Por eso cuando una ideología se arroga el lugar del absoluto, del cenit, del triunfo total sobre las demás, ha comenzado aunque imperceptible aún su trayectoria descendente, el ocaso de su estrella, mal que les pese a sus mentores y gurúes.

Aún con todos los pronósticos en contra, parece que tendremos un fin de siglo muy ideológico, aprovechémoslo.

NOTAS

1- Diccionario Enciclopédico Abreviado Espasa Calpe.

2- Si bien la ideología es diferencia respecto a las otras, su propósito más íntimo, podríamos decir narcisista, es anular las diferencias y erigirse en única.

3- Aulagnier, Piera. La Violencia de la Interpretación. Amorrortu Ed.

4- Ibídem.

Categories:

No responses yet

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Abrir chat
1
Escanea el código
Hola 👋
¿En qué puedo ayudarte?