Sexualidad Adolescente y Autoafirmación Narcisista

Siento que la tierra se mueve
Siento que el cielo se derrumba
Siento que me tiembla el corazón
Cada vez que estás cerca
Carole King
Estamos acostumbrados a pensar la sexualidad adolescente en función de la descarga de la recién estrenada pulsión genital, que con su presión hormonal funge como fuente de fantasías y acciones. Recíprocamente, estamos atentos a las represiones que aquella sufre en función de los mandatos societarios, de las vicisitudes vinculares y las singularidades personales. Este más que transitado camino refuerza la focalización en la línea de los opuestos descarga-represión con sus consecuentes correlatos ligados a la reedición edípica y al hallazgo de objeto exogámico. No obstante, siguiendo esta clásica versión se pierde de vista un factor de meridiana importancia por su intrincación con el registro narcisista y los equilibrios de la autoestima. Me estoy refiriendo al proceso de autoafirmación que toda conducta adolescente porta de manera implícita o explícita a la hora de perseguir sus objetivos.
De este modo, se devela el doble estatuto que adquiere la sexualidad adolescente, en la medida que además de luchar por sus conquistas en el campo objetal va a sufrir las alternativas propias de la necesidad de reafirmación narcisista. Reafirmación que emana de la gratificación de lo logrado con su consecuente recarga de autoestima. A la sazón, algunas conductas adolescentes referidas a la sexualidad pueden resultar inexplicables si perdemos de vista la autoafirmación que se deriva de la ejercitación, exitosa o no, de los recursos adquiridos o en proceso de adquisición. En este sentido, la actitud seductora puede adoptar una tonalidad deportiva (como las cacerías del reino animal que no se encuentran guiadas por el imperio de la necesidad), porque de la puesta en práctica de aquella va a depender la sensación de sentirse tanto potente como deseada.
Con todo, el intento de autoafirmación en el campo de la sexualidad irá de la mano de una serie de acciones que pueden devenir en la construcción de un circuito tanto virtuoso como defectuoso. Es que la reiteración a partir de un resultado exitoso puede perpetuarse en una incesante búsqueda y conquista de partenaires que incrementen el medallero olímpico, mientras que una seguidilla de reveses puede llevar a la inhibición parcial o total. Por esta razón, los fantasmas que acechan al desempeño sexual tanto para varones como para mujeres van a estar ligados, en principio, a la falta de experiencia como una falla insalvable para sentirse valiosos a los ojos de sus potenciales partenaires. Por tanto, si desde tiempos inmemoriales la persistencia de la virginidad masculina implicaba una automática devaluación de sus blasones, en la actualidad el género femenino se ha visto arrastrado también por esta misma tendencia, que si bien no resulta unánime va creciendo en número progresivamente.
Así me lo hizo saber Mili, una adolescente que habiendo arribado virgen a sus 20 años se sentía impresentable ante cualquier varón, ya que en el momento en que éste supiera su secreto automáticamente habría de perder interés en ella. Por ende, cuando yo le contaba que antaño sucedía exactamente lo contrario no lo podía creer, porque la virginidad no sólo no representaba para ella un valor sino que, además, implicaba para el varón un trabajo que no iba a estar dispuesto a asumir. Sus devaneos, entonces, giraban en torno a la espera del príncipe azul para ser desflorada en una atmósfera de enamoramiento, o bien, apuntaban a resolver la cuestión a la manera de un trámite eligiendo algún partenaire que mínimamente le gustara para sacarse ese lastre de encima.
De este modo, el tema de la iniciación sexual puede transformarse gracias a las múltiples presiones en juego en una cuestión cuyo peso exceda ampliamente los recursos con los que se cuenta para acometerlo, en especial si no se comprende cabalmente su operatoria. En este sentido, así como la transición adolescente reemplaza a la escena puntual del remoto ritual de iniciación que convertía al niño en adulto, el debut sexual no se consuma de una vez para siempre ni en una sola oportunidad. Por el contrario, la iniciación sexual es un proceso que excede los mapeos corporales resultantes del juego preliminar y el simbolismo confirmativo de la penetración que pueden establecerse en un encuentro singular. Este proceso va conformando la representación de un cuerpo sexuado (y eventualmente deseante), en ocasión de la presencia, la actitud y las acciones exploratorias de los partenaires (aún siendo el mismo). Por tanto, en este proceso se irán armando tanto un montaje identitario como un posicionamiento subjetivo trecho por trecho, ocasión por ocasión. Por esta razón, resulta tan importante la repetición del acto tanto para poder conocer al partenaire como a uno mismo en la capacidad y en el estilo de obtener placer. De este conocimiento no se habrá de desprender sólo placer sino que también se obtendrá, o no, una inestimable porción de autoestima.
Ahora bien, debido a que dentro del imaginario adolescente ocupa un lugar muy importante la posibilidad de compartir, y de este modo elaborar, las vivencias comunes al transbordo imaginario en curso, la autoafirmación narcisista no habrá de surgir sólo de las experiencias vividas. Es así como en muchos casos frente a las mentadas presiones (de la cultura, del grupo, de la familia, del Superyó, etc.), surge la necesidad de exagerar, o bien, lisa y llanamente de mentir en torno a la actividad sexual adquirida . Esto puede suceder tanto en las charlas de vestuario como a la hora del preboliche, porque la autoafirmación no repara en géneros. Sólo busca un equilibrio para la autoestima en medio del tembladeral de emociones que caracteriza toda iniciación junto con sus respectivas secuelas, pero más aún en el caso de la sexualidad. Por esta razón, las tertulias donde se producen estos pavoneos son también una fuente de comparaciones, celos y envidias cruzadas, ya que a la hora de exponer sus trofeos, o bien, de no sentirse un extraterrestre ningún adolescente quiere quedarse atrás.
A lo sumo puede intentar conservar un perfil bajo que no llame demasiado la atención, lo cual tampoco es garantía de salir airoso del convite. Esto mismo intentaba Nicolás cuando sus amigos se reunían a tomar cerveza y a contar sus grandes hazañas sexuales, pero inevitablemente en algún momento de la tertulia la pregunta envenenada lo atravesaba como una flecha. En ese instante exprimía su ingenio para evitar que la estocada fuera mortal contando alguna anécdota que lo dejara bien parado frente a la mirada inquisitiva de sus amigos, pero para eso debía exagerar, o bien, agregar detalles inexistentes a su paupérrima vida sexual. Sin embargo, a veces resulta imposible disimular el malestar, tal como le sucedía a Miguel. Es que cada tanto se veía interpelado por un compañero de la facultad que mientras le hablaba del encuentro que iba a tener ese día con su novia sacaba del bolsillo un preservativo para que no quedara duda alguna de lo que iba a ocurrir. Miguel, quien tenía serias dificultades para canalizar sus demorados deseos, no podía evitar caer en la celada del enojo propio y de la envidia ajena a pesar de que intentaba infructuosamente aparentar que estaba más allá del bien y del mal. Su forzoso silencio tributario de su impotencia lo delataba frente a un rival que lo humillaba sin piedad.
Por tanto, las exageraciones y mentiras funcionan como un paliativo a la hora del desánimo, de la vergüenza o de la humillación que cualquier adolescente puede sufrir en torno a las comparaciones que surgen del discurso de sus compañeros de ruta. No obstante, así como la reiteración de las falsedades puede tomar el rumbo deletéreo del autoengaño, las exageraciones pueden coagular sus significaciones en el formato de los posicionamientos subjetivos. Es que frente a la autoafirmación narcisista que obtienen los otros del vínculo (amigos, compañeros, conocidos, etc.), a través de su discurso enaltecedor se hace necesaria una compensación reivindicatoria en el mundo interno que apunte a conjurar tanta humillación.
Este era el caso de Paula, que a la hora de compararse con sus amigas se sentía siempre en inferioridad de condiciones. Es que ellas eran lindas, flacas, tenían dinero y además ya habían iniciado su derrotero sexual en distintos grados, mientras que ella ni siquiera había sido besada. En este contexto de desolación narcisista encontró una veta aurífera que le sirvió durante un tiempo para soportar tanta frustración. De esta manera, se convirtió según sus propias palabras en “la mejor amiga de todas”. Este posicionamiento subjetivo le permitió ejercer un claro liderazgo en cuestiones muy específicas tales como escuchar los problemas que las aquejaban, darles sugerencias y consejos y hasta organizar actividades y salidas. Sin embargo, ser “la mejor amiga de todas” era una ilusión que no podía perdurar debido a los inevitables conflictos que más tarde se habrían de desatar a su alrededor. Fue así como Paula comenzó a exagerar su rol al punto de intentar controlar todo lo que ocurría en la vida de sus amigas y cuando esta opción dejó de funcionar siguió sosteniendo su propio enunciado identificatorio a pesar de la evidente caducidad de sus funciones. Le llevó bastante tiempo aceptar la pérdida de su posicionamiento subjetivo y elaborar el cuadro emocional que lo había originado.
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