¿Final de análisis en la adolescencia?

El que tenga una canción tendrá tormenta
el que tenga compañía soledad
el que siga buen camino tendrá sillas
peligrosas que lo inviten a parar.

Silvio Rodríguez


¿Qué sucede cuando la finalización del tratamiento de un adolescente comienza a tomar cuerpo? ¿Qué sucede en los mundos internos del paciente y del terapeuta? ¿Qué sucede en y con el vínculo terapéutico?

Para poder abordar estos interrogantes se requiere extender las características específicas de la clínica con adolescentes a la cuestión del final de análisis.

Final significa que remata, cierra o perfecciona algo. Por su parte, finalizar alude a concluir una obra, a darle fin. La finalización puede cargar con la idea de completud, algo finaliza cuando se completa. O, también, le puede corresponder la idea de extinción, en tanto un ciclo que se cierra determina una interrupción. La palabra desenlace, en cambio, significa literalmente deshacer el lazo o desbaratar el nudo, donde nudo es la parte central de una historia.

DESENLACES

Si para finalizar nos remitimos a la idea de la disolución de la transferencia nos encontraremos sólo con las vicisitudes de uno de los protagonistas. Por tanto, ¿cuál sería el papel de la contratransferencia? ¿Ésta también debería disolverse? ¿Cuál sería el posicionamiento subjetivo del terapeuta? En cambio, si nos centramos en la idea de deshacer el lazo configurado en el campo trasnsfero-contratransferencial, obtendremos una visión acorde al proceso vincular que apuntaló y acompañó el trabajo clínico.

En el contexto del desenlace lo que prima es el criterio basado en la dinámica de la vinculación. Es por esta razón que si fuera el paciente quien lo planteara primero no habría falla o error a enmendar, porque la movida se produce desde el seno de la dinámica del vínculo, sin importar quien tenga a cargo la función fórica de portavoz.

Por tanto, resulta imprescindible deslindar la diferencia entre desenlace e interrupción, ya que en muchas oportunidades los finales se configuran como un desenlace fallido porque los protagonistas no acuerdan con la finalización. Asimismo, la interrupción puede producirse porque el proceso de desprendimiento del adolescente es transitado por emociones que impiden su consecución, o bien, porque lo impulsan de una manera intempestiva o violenta. También, puede derivarse de una resistencia ideológica, técnica o emocional por parte del terapeuta.

En la medida que la temática de la finalización del tratamiento transite de manera conciente puede surgir un acuerdo explícito entre ambas partes. De lo contrario, el desacuerdo puede irrumpir a partir de las producciones inconcientes provenientes del propio vínculo. Cuando no surge un acuerdo conciente las vicisitudes de la labor clínica se erigen como una brújula que nos indica los respectivos posicionamientos subjetivos del paciente y del terapeuta. Si el terapeuta basa su punto de vista en el análisis interminable, tendrá fuertes resistencias para cerrar el ciclo. Pero, también, el adolescente puede quedar eternizado en la posición de paciente debido a las necesidades surgidas de los déficits provenientes de la dinámica familiar

Por el contrario, en el caso de pronunciar la famosa y temible sentencia (“Quisiera probar un tiempo solo”), o simplemente comunicar su deseo de cerrar el ciclo, estaríamos frente a un posicionamiento subjetivo donde las urgencias identificatoria, vinculatoria y exploratoria que demanda la condición adolescente requieren de una aprobación para reafirmar su autoestima. Esta situación debería ser considerada como un logro del tratamiento, siempre y cuando este planteo no tenga su origen en una actuación. Sin olvidar, desde ya, que el objetivo de todo terapeuta de adolescentes es trabajar para que puedan partir y no para prolongar sine die la dependencia intelectual y afectiva con otro adulto

¿CRISIS DEL ANÁLISIS O DEL VÍNCULO? ¿CRISIS DE LA INTERLOCUCIÓN?

Todo final implica una crisis y toda crisis deriva en un final. La relación entre crisis y finalización es inescindible, ya que cada ciclo que termina da lugar a que se abra el próximo. Este proceso de engarce entre finalización y crisis, y su versión recíproca de crisis y finalización, puede aplicarse a la temática del fin de análisis. Consecuentemente, según el grado de amplitud de las oscilaciones que genera la crisis sobre el equilibrio instituido en el vínculo es donde podemos descubrir, ya con cierta anticipación, ya súbitamente, si la interlocución terapéutica ha perdido su fluidez.

Esta disrupción en la dinámica vincular puede expresarse por parte del paciente como falta de interés o de colaboración, como cansancio, o bien, simplemente como una pérdida del deseo de seguir tratándose. A la sazón, lo que históricamente se hubiera considerado como una pura y dura resistencia cobra ahora otro significado. No obstante, ésta no será la única expresión de la crisis que atraviesa el vínculo.

El terapeuta también puede sentir cierta fatiga a la hora de llevar adelante el tratamiento debido al quite de colaboración del paciente. Asimismo, puede caer en las redes de la impotencia cuando descubre que sus recursos no hacen mella en la supuesta resistencia. Y en la línea contratransferencial puede comenzar a distraerse o a dormitar en el curso de la sesión cuando su propio interés empieza a decaer. Ni hablar de la sensación de fracaso con su concomitante vertiente depresiva que puede instalarse y trasmitirse (o, peor aún, proyectarse), iatrogénicamente sobre el paciente.

Los obstáculos en la dinámica vincular surgidos de la negación, de la represión o de la desmentida de la crisis en ciernes, comienzan a multiplicarse y a generar efectos que pueden desembocar en algún tipo de actuación por parte del paciente o del propio terapeuta, que precipite la interrupción del tratamiento. Un párrafo aparte merece el clásico ejemplo de la irritación que todo narcisismo herido gravedad expresa frente a una instancia vivida como abandono a partir de la paulatina e inexorable disolución de un vínculo. Ejemplo que puede detectarse en algunas reacciones inoportunas por parte de los terapeutas frente a la eyección del adolescente del tratamiento.

CICLOS

Si la interrupción no constituye una figura asimilable al fin de análisis, ¿cuál es el formato que debiera adoptar? ¿Cuándo pierde la condición de interlocutor el terapeuta? ¿Quién define que la interlocución ha cesado, el adolescente, el terapeuta o ambos?

Estas preguntas pierden su tono dramático si el trabajo clínico abandona la idea de la linealidad y se plantea por ciclos, ya que en la medida que se constituya en una sucesión finita de períodos la noción de final se troca por la de desenlace. La instrumentación a través de ciclos impide los forzamientos surgidos de la idea de un final único, transformando el desenlace en una ventaja estratégica, porque ya no resulta necesario velar por la llegada de la finalización del ciclo. Esta se presentará por su cuenta desde las evidencias surgidas en el campo transfero-contratransferencial, desde el deseo del paciente y, eventualmente desde el del propio terapeuta.

 Finalmente, lo que se desprende de la introducción del enfoque cíclico es que lo que llega a su fin es el interlocutor y no la interlocución. Por tanto, no correspondería hablar de aquí en más de un fin de análisis en clínica con adolescentes, sino de la caducidad de la función interlocutora encarnada en la persona del terapeuta. Esta caducidad debe ser considerada no sólo una pieza de análisis, sino también como una herramienta indispensable en la labor clínica. Por tanto, el trabajo por ciclos permite acompañar y apuntalar el desarrollo psíquico de los jóvenes y evita la prolongación innecesaria de los tratamientos. La aceptación del papel de interlocutor por parte del terapeuta, con las incumbencias del caso, resulta decisiva para lograr estos objetivos.

Justamente, una de las situaciones que marcan la diferencia entre un ciclo y otro es que ahora no son los padres quienes motorizan la consulta sino el propio adolescente. Es que éste se apropia del espacio clínico y lo aprovecha para trabajar lo que surge de sus propios intereses. De esta forma, este inusitado retorno a escena vuelve a demostrar que las funciones apuntalante y acompañante son decisivas para tramitar la trasmutación que conduce de protagonista a paciente. Pero, además, en este retorno se confirma la investidura de interlocutor en la persona del terapeuta.

No obstante, a pesar de la puesta en marcha de dichas funciones uno de los riesgos a evitar es caer en la fascinación narcisista del interlocutor idealizado que se cristaliza en la versión del líder, del gurú o del iluminado, tan cara a aquellos que terminan ocupando el lugar del sujeto supuesto saber aprovechando la diferencia generacional y la experiencia adquirida. Esta versión puede perdurar en la diada terapéutica al estilo de un acto religioso o precipitarse en la decepción más profunda.

Asimismo, como el del interlocutor es un rol intercambiable a través de las sucesivas investiduras portadas y soportadas por los otros del vínculo, su constante reciclaje aceita la posibilidad de enriquecimiento psíquico a raíz de los intercambios producidos. De todos modos, es de esperar que tanto paciente como terapeuta en su devenir vital no se correspondan exactamente con los que participaron en el ciclo anterior, en tanto la vida nos transfigura permanentemente. Tal como nos recordaba Neruda, nosotros los de entonces ya no somos los mismos.

BALANCE Y MEMORIA

Resulta imprescindible hacer al tiempo del cierre un balance del trabajo realizado en conjunto con el paciente. Aunque sabemos que salvo honrosas excepciones la iniciativa para esta evaluación habrá de partir inevitablemente del terapeuta. Por tanto, lo deseable es que el adolescente se pliegue a esta iniciativa, a la que acompañará con lo que pueda aportar. Y, si bien, no podemos pretender que participe de lleno en una labor más que novedosa dentro del encuadre planteado hasta el momento, resulta aceptable que se incluya de alguna manera.

Es que todo aquello que forme parte de la evaluación del trabajo realizado y que sea plasmado en el balance se habrá de transformar en memoria del tratamiento, pero también en memoria del adolescente. Y este enriquecimiento de la memoria es independiente de que se produzca la apertura de un nuevo ciclo con el viejo interlocutor.

Por tanto, el consecuente ensanche del preconciente que se venía produciendo a lo largo del proceso terapéutico dará su puntada final con la confección del balance y memoria. De esta suerte, los pensamientos y afectos que accedieron a la conciencia deberán ser ahora reconocidos en función de los cambios producidos en los posicionamientos subjetivos del paciente (remoción de síntomas incluida).

No obstante, a sabiendas que inevitablemente el balance será fragmentario y que la memoria detentará su habitual fragilidad y selectividad, aún así este trabajo resultará gravitante para el psiquismo adolescente.

DESPEDIDA

¿Cuál es la argumentación que justifica instrumentar una despedida en la clínica psicoanalítica con adolescentes? ¿Acaso la despedida en vísperas del cierre de un ciclo puede adicionar un toque de dramatismo innecesario para el psiquismo del paciente?

Llegar al final de un ciclo, aunque no sepamos si éste será el último, requiere de una despedida. Es que en toda ocasión dar por cerrado un proceso implica un trabajo de retraimiento de las investiduras puestas en juego. Esta suerte de desconexión en tiempo real del otro del vínculo generará a su vez el escenario de un duelo.

Desinvestidura libidinal y duelo son dos aspectos ampliamente trabajados en el orbe psicoanalítico. Sin embargo, no se ha considerado en profundidad la necesidad de la despedida. Es que una vez que se produce el desenlace existe la posibilidad de no volver establecer un vínculo con el interlocutor. No obstante, si un nuevo ciclo despuntara los integrantes de la díada no serían los mismos que participaron en el ciclo anterior. Parafraseando a Heráclito, no es posible bañarse dos veces en el mismo río.

Con todo, la clausura del ciclo que ocurre en el plano de la realidad requiere reflejarse en el plano psíquico por medio de un sello simbólico en la ritualidad de una despedida. Todos los rituales de pasaje entre un posicionamiento subjetivo y otro se hallan plasmados en diversas ceremonias (graduaciones, divorcios, jubilaciones, comuniones, bar mitzvah, etc. revistan en esta categoría).

De este modo, haber ocupado el rol de interlocutor, haberlos acompañado y apuntalado en el tramo vital que les tocó compartir y luego soltarlos para que tomen su propio camino es la tarea del terapeuta de adolescentes. No obstante, esta tarea para ser realizada de manera completa requiere de una despedida que haga caducar el contrato suscripto en la apertura, más allá de la posibilidad de un futuro retorno

Hacer balance y memoria, despedirse y cerrar el ciclo son pasos ineludibles en el desenlace de un tratamiento con adolescentes. Transitar el procesamiento que proponen estos tres pasos fungirá como un modelo de desprendimiento de vínculos presentes y futuros. Modelo que el adolescente podrá utilizar en lo que reste de su transbordo imaginario y cuando finalmente haya abandonado la órbita del Planeta Adolescente.

La vida de los sujetos está plagada de bienvenidas y de despedidas, las cuales requerirán de un andamiaje estable de la autoestima para poder encararlas. Despedirse, pues, es tender un puente que simultáneamente conecte pasado y futuro a través del momento actual. Es que en la medida que las vivencias se vayan transfigurando en recuerdos otro porvenir comenzará a delinearse para el sujeto. Por tanto, pasado y futuro, memoria y proyecto, se unirán en la despedida para sustentar el presente.

El clásico ejemplo del disruptivo final del caso Dora debería fungir como una indeleble ilustración de los escotomas que puede portar el terapeuta cuando trabaja con adolescentes (tal como se expresa de manera metafórica en el final de la serie catalana Merlí)

BIBLIOGRAFÍA

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