Bordes y desbordes adolescentes.
La tarea clínica con adolescentes, dada la condición que caracteriza a sus protagonistas, circula permanentemente por una serie de bordes. Estos bordes se componen, por una parte, de fronteras y, por otra, de bisagras. Las fronteras son delimitaciones que invitan a ser cruzadas sin un posible retorno. Mientras que las bisagras habilitan un pasaje gradual, una continuidad que a pesar del cambio de plano que generan permiten cierta reversibilidad. Las fronteras están ligadas a las iniciaciones rituales que caracterizan no sólo a la entrada sino también a la experimentación en las diversas jurisdicciones del mundo cultural adulto con sus atracciones y temores asociados[1].
Asimismo, estas fronteras y sus respectivas transgresiones serán tributarias de las cuestiones ligadas a la asimilación del espíritu de la ley que cada adolescente deberá recrear en el curso de su accidentado tránsito. En cambio, las bisagras contribuirán en la articulación de los procesamientos intrasubjetivos e intersubjetivos que subtienden las invariantes de la condición adolescente[2].
En este sentido, la condición adolescente se caracteriza por la emergencia de una doble crisis, aquella que se desbarranca sobre el mundo interno del sujeto a partir de la metamorfosis física y psíquica a la que se ve arrojado sin un posible retorno y la que simultáneamente se desencadena sobre el territorio de sus vínculos. De este modo, en el registro intrasubjetivo el sujeto adolescente se enfrenta a la pérdida de las representaciones y afectos que habían poblado la atmósfera de su niñez. Esta pérdida pone en jaque a la mayoría de sus referentes, aquellos con los que había construido su ser y estar en un mundo gobernado por adultos. En el registro intersubjetivo, en cambio, se enfrenta con la pérdida de los códigos designados y asignados para relacionarse con los otros del vínculo (ya como sujetos de la realidad, ya como objetos de su fantasía). Y, encabalgada entre ambos registros, con las vicisitudes propias de la reorganización de su dimensión pulsional (sus descargas específicas, sus sublimaciones, etc.).
Por lo tanto, al abandonar la infancia el sujeto pierde no sólo sus recursos sino también la estructura psíquica que laboriosamente construyó. Nos encontramos aquí con los desequilibrios con los que nos desafía la remodelación de la instancia yoica y el registro narcisista representados a través del incesante repiquetear de las preguntas quién soy y cuánto valgo.
Otro tanto habrá de ocurrir con la remodelación del Ideal del Yo en torno a las modificaciones que sufra la imagen a futuro, representada en este caso con las preguntas quién quiero ser y qué quiero para mí. Mientras tanto, la Conciencia Moral en su trabajo de resignificar el sentido de la ley paterna se habrá de preguntar qué es lo que ahora sí puedo hacer.
Este conjunto de pérdidas también habrá de perturbar de forma contundente el equilibrio tópico, dinámico y económico de su registro narcisista, ya que los recursos y los logros con los que se cimentó su autoestima fueron tributarios de la misma organización representacional y afectiva que caducó con la llegada de la pubertad. Esta crisis por vaciamiento se refleja también en los trabajos de duelo cursados a partir de dichas pérdidas (cuerpo infantil, padres idealizados, recursos acopiados, etc.), y en las rectificaciones estructurales y funcionales (reformulación de sus instancias psíquicas, modificación de la dependencia material y afectiva en relación a los adultos, etc.). Así, la avidez incorporativa que despierta este vaciamiento acuñó en la obra de Missenard[3] la elocuente expresión de urgencia identificatoria para definir el estado que el psiquismo adolescente presenta en su normal anormalidad.
Sin embargo, para que pueda plasmarse la recomposición intrasubjetiva que le permita operar en su nueva realidad mediante el proceso de recambios afectivos y representacionales que denomino remodelación identificatoria[4], necesita contar con una nueva dinámica de intercambios en el registro intersubjetivo. Esta dinámica de intercambios será comandada por las urgencias vinculatoria y exploratoria[5].
Estas dos urgencias marcan el ritmo que lleva al adolescente a conectarse con estos nuevos otros del vínculo (pares y adultos extra-familiares), que oficiarán como modelos, rivales, objetos y auxiliares en su desesperada búsqueda de un lugar en la tan deseada y tan temida cultura adulta. Esta dinámica de intercambios va a precipitar en las fugaces identidades con las que se manejarán en su larga marcha hacia el desprendimiento material y simbólico de la familia de origen, gracias a la puesta en marcha de un proyecto a futuro y a la construcción de un escenario para el enfrentamiento generacional.
Este procesamiento, que va a incluir un imprescindible cuestionamiento de los valores e ideales inculcados por la familia, habrá de presentar en su desenlace el formato de una articulación o de una fractura, cuestión que la clínica con adolescentes deberá tener en cuenta al momento de trabajar los desequilibrios que a raíz de este procesamiento padece la autoestima. Es que según sea la estructura de roles familiar habrá mayores o menores chances de que los protagonistas de esta instancia crucial puedan elaborar las vicisitudes propias de la finalización de un ciclo vital junto con la caducidad de sus respectivos posicionamientos subjetivos.
Por tanto, resulta fundamental en este tránsito por los bordes prestar atención a la secuencia que se establece entre el desmantelamiento y el posterior recambio representacional y afectivo que se inicia con la puesta en marcha del proceso que conduce la remodelación identificatoria. Las nuevas representaciones que la instancia yoica habrá de forjar de sí misma van a estar sostenidas y referidas por el constante proceso de configuración y reconfiguración que se lleva a cabo en torno a las temáticas ligadas a imagen y recursos. Estas habrán de sufrir una permanente actualización a partir de las señales emitidas por las dos grandes vertientes de judicación y adjudicación de valor: las que provienen del interior del propio sujeto y las que se originan en el ámbito poblado por los otros del vínculo.
De este modo, la construcción de un nuevo montaje identitario a expensas de la operatoria de la remodelación identificatoria va a implicar la puesta en juego de una dinámica donde aquello que se adquiere sólo se obtiene a cambio de algo que se pierde. Esta sucesión de recambios representacionales y afectivos produce al interior del psiquismo un movimiento de refundación que abarca tanto a la jurisdicción del Yo como a la del narcisismo. Esta refundación se lleva acabo incorporando junto a las nuevas significaciones los remanentes de las viejas que no hubieran caído en desuso.No obstante, la onda expansiva resultante de estos relevos y recambios no va a quedar circunscrita sólo a estas dos jurisdicciones, ya que el Superyó y sus subestructuras (Ideal del Yo, Conciencia Moral y Autoobservación), van a sufrir a su modo y en su medida las alternativas propias de aquel procesamiento.
Justamente, la irrupción puberal con el aporte de sus cantidades va a promover el descongelamiento de la libido sexual, que de esta forma abandonará la fase de latencia para quedar bajo la primacía de la fase genital. El trastrocamiento producido en los registros intrasubjetivo e intersubjetivo que trae aparejada esta irrupción va a afectar las condiciones bajo las cuales se ponen en marcha y se ejecutan las operatorias de la represión. Asimismo, este trastrocamiento implicará el despliegue de un trabajo psíquico y vincular de reposicionamiento y reconfiguración a cargo del sujeto adolescente y de sus otros significativos, el cual girará en torno al compendio de los códigos y normativas que históricamente rigieron los destinos del imaginario familiar.
Es, justamente, aquí donde entra en juego la instancia superyoica, en tanto las modificaciones en curso van a afectar sus fundamentos estructurales, su dinámica de intercambios y su ecuación económica. Por otra parte, el progresivo desasimiento de la autoridad parental también se encuentra en consonancia con la búsqueda de nuevos espacios de experimentación dentro y fuera del hogar.
Por esta razón, se torna indispensable no sólo el reposicionamiento y la reconfiguración respecto del conjunto de los códigos y normativas vigentes, sino también del campo de los ideales que lo suministró. Este campo activamente sostenido por los adultos se verá tan duramente cuestionado en su primacía hegemónica como sus propios mentores o portadores. Este cuestionamiento, que contará con un andamiaje foráneo al imaginario familiar, se apoyará en la persistente avalancha de ideas, valores, modelos, actitudes y conductas infiltradas a contrapelo por el propio adolescente.
En este sentido, los estratégicos reposicionamientos dentro de la propia instancia superyoica obligarán a forjar un nuevo balance de fuerzas en relación con las otras instancias y con la realidad exterior. Asimismo, las profundas transformaciones e innovaciones en la dinámica familiar y social redefinirán las formas de intercambio y vinculación entre el adolescente, los otros del vínculo y su medio circundante. Otro tanto ocurrirá con los aportes cuestionadores y enriquecedores introducidos por el registro transubjetivo, que contribuirán a forjar una nueva síntesis cultural que el sujeto adolescente portará tanto dentro del ámbito de la familia como extramuros.
Este proceso, que colma de alteraciones a las jurisdicciones yoica y superyoica, se apoya en el trabajo deconstructivo que realiza la operatoria de la desidentificación en el marco de la remodelación identificatoria a partir del relevamiento y reemplazo de las viejas representaciones por otras nuevas. En el caso de esta última jurisdicción las nuevas representaciones no habrán de surgir de las producciones originadas en el Superyó que portan los miembros de la pareja parental, tal como ocurrió en la primera modelización identificatoria de esta instancia. Esto se debe a que durante “el curso del desarrollo, el Superyó cobra, además, los influjos de aquellas personas que han pasado a ocupar el lugar de los padres vale decir, educadores, maestros, arquetipos ideales.”[6].
Y, si bien, estos influjos comienzan a capitalizarse a posteriori del sepultamiento edípico, la nueva modelización se va a completar sobre la base de las representaciones incorporadas en ocasión de la intensa porosidad identificatoria que instituye la condición adolescente. De este modo, este poderoso influjo que aportan los otros del vínculo con sus modelos de pensamiento y acción ejerce sobre el Ideal del Yo de los adolescentes la presión necesaria y suficiente para activar el trabajo de las urgencias identificatoria, vinculatoria y exploratoria. A este influjo debemos sumar el constante repiqueteo de las significaciones imaginarias sociales que circulan por la cultura de la época, cuyas ideas y valores contribuirán a engrosar aquella presión.
De este modo, desde el registro transubjetivo se abrirá paso la sucesión de representaciones que van a contribuir en el proceso de reformulación de los ideales y valores. Por ende, una vez que el sujeto adolescente se haya afirmado en la dinámica de intercambios que se establecen entre los diversos apuntalamientos disponibles (sobre la familia, sobre el grupo de pares, sobre las instituciones, sobre el imaginario adolescente, sobre el psicoterapeuta, etc.), el flujo de experiencias vinculares, institucionales y culturales irán dejando impresas las marcas de lo novedoso que todo psiquismo abierto anhela y obtiene a través del despliegue indagatorio que llevan adelante las corrientes psíquicas lideradas por Eros. Estas marcas habrán de devenir en las representaciones que irán a reemplazar y/o a engrosar, según los casos, al conjunto de las preexistentes, generando así los relevos necesarios para poder operar con los condicionamientos provenientes de la nueva realidad psíquica y social.
Por consiguiente, la revisión de las normas y los códigos adquiridos durante la infancia, a la luz de las demandas pulsionales que emergen con la revolución hormonal y el desasimiento progresivo de la autoridad parental, inaugurará un nuevo campo de límites y permisos, imprescindible para poder explorar, definir criterios, redactar una tabla de valores e imantar la brújula de los proyectos con el magnetismo de la libertad de elección. De esta forma, la reformulación de las instancias ideales requiere para su desarrollo contar no sólo con el aporte de los modelos emergentes de las nuevas vinculaciones, relación psicoterapéutica incluida, sino también de aquellos que provienen del registro transubjetivo.
Esta suerte de infiltración terminará por precipitar la constitución de una síntesis renovadora, que devenida en ideario personal pondrá distancia de los dictados trasmitidos por la tradición familiar y social. Además, las flamantes normas e ideales que habrán de reorientar tanto las descargas específicas como las sublimaciones nos introducirán de lleno en el tema de la ley, en tanto ésta pierde la inmanencia detentada por lo parental para dar paso a la escritura de un nuevo decálogo de mandamientos albergados bajo el cielo protector de un nuevo engarce simbólico.
Por su parte, las urgencias indentificatorias, vinculatorias y exploratorias que portan y soportan los adolescentes van a ser las promotoras de su vertiginoso tránsito por los bordes, con opción al deslizamiento a sus respectivos desbordes. Es que la necesidad de cimentar un montaje identitario con el que desempeñarse en el mundo cultural adulto obliga a la ímproba tarea de explorar y experimentar las más heterogéneas situaciones vitales.
Estas situaciones, más allá de aquellas que se encuentran incluidas dentro del perímetro que demarcan las invariantes de la condición adolescente, van a estar delineadas por el zeitgeist. Este espíritu de época se habrá de manifestar a través de las significaciones imaginarias sociales, las cuales dictarán los decursos significantes a recorrer y compartir por el colectivo adolescente. Justamente, para transcribir y organizar los dictados de las significaciones imaginarias sociales cada generación habrá de gestar un imaginario propio, un imaginario adolescente[7].
Este imaginario rige con el conjunto de sus códigos los modos de interacción de dicha camada englobando en sí mismo una serie de ideales y valores que sintonizan a contrapelo con el momento histórico en curso, ya que se apuntalan sobre los preexistentes para generar un posicionamiento subjetivo de corte diferencial. Por ende, cada generación adolescente produce hitos a nivel sociocultural tanto a través de sus propuestas como de sus acciones, algunas de las cuales pueden resultar revulsivas para el statu quo adulto. Esto puede apreciarse en los giros innovadores que toma el lenguaje, en las variantes contestatarias con que enfrentan lo instituido, en las formas que adquieren sus vinculaciones, en las transformaciones que sufre lo estético, en la novedad o la radicalidad que adquieren los intereses en juego, etc.
De esta manera, durante la regencia de cada camada juvenil se habrá de gestar la construcción de un imaginario adolescente, es decir, un conjunto de representaciones que otorgará los imprescindibles contextos de significación y jerarquización[8] al pensar, al accionar y al sentir de una generación que busca su destino. No obstante, resulta axial aclarar que en una misma generación pueden coexistir simultáneamente varios imaginarios adolescentes. Esta situación se origina en la heterogeneidad que porta este colectivo debido a las diferencias sociales, culturales y económicas que presentan los miembros que lo integran, tal como puede observarse en la proliferación de las distintas tribus urbanas y en los fenotipos adolescentes que caracterizan a los diversos estamentos societarios.
A la sazón, si acordamos con el planteo que sostiene que realidad psíquica y realidad social son dos factores mutuamente irreductibles, podremos develar el entramado que da cuenta de la producción conjunta de ambas. De este modo, las significaciones imaginarias sociales que circulan en cada momento histórico tendrán una decidida injerencia en el formato que adopten tanto el imaginario adolescente comosus consecuentes directivas, siendo éstas coetáneas del tránsito por las sucesivas elecciones (vocacionales, amorosas, sexuales, ideológicas, etc.), que demarcan el arduo camino que lleva a la consolidación de una nueva dotación identitaria.
Recíprocamente, en la medida de que cada camada adolescente se convertirá con sus producciones en una indiscutida protagonista a la hora de la construcción de su propio imaginario, el espíritu innovador emanado del mismo pondrá en marcha una dinámica cultural que insuflará nuevos aires en el seno de la sociedad que le tocó en suerte. Así, en cada generación adolescente existirá la posibilidad de que emerjan movimientos de vanguardia (política, artística, intelectual, tecnológica, etc.), que a través de su pensamiento y su accionar puedan influir y modificar tanto su propio rumbo como el de la cultura a la que pertenecen y en la que ejercen su despliegue.
Los destinos de estas vanguardias son divergentes, ya que pueden quedar archivadas por su falta de repercusión o por su eventual fracaso, o bien, sus banderas puede uniformar a gran parte del colectivo masificándolo en un posicionamiento determinado (contestatario, participativo, consumista, etc.). Asimismo, su impronta creativa, ya sea grupal o individual, puede trascender hacia las generaciones siguientes marcando una tendencia o deviniendo en un modelo clásico[9].
Asimismo, el imaginario adolescente mirado a contraluz puede funcionar como una lupa que amplía, a veces de manera brutal, el ideario que se halla en cocción en el horno societario. Estas corrientes de ideación, en tanto proveedoras de posicionamientos subjetivos, pueden ser capturadas por dicho imaginario y reconvertidas a los fines adolescentes en consonancia o disonancia con los intereses en juego de la franja adulta. Por ende, el imaginario adolescente se nutre de los ideales y valores de una época dada para transmutarlos y hacerlos parte de su emblemática. Esto debería tenerse en cuenta a la hora de las variopintas acusaciones que reciben los jóvenes durante su tormentoso transbordo, las cuales intentan hacerlos responsables del permanente malestar que taladra a la cultura. Pero, también, esta situación resulta útil para reflexionar sobre algunos desbordes que más que autóctonos parecen calcados de prácticas adultas cotidianas[10].
Por esta razón, los desbordes adolescentes deben ser enmarcados en el contexto de significación y jerarquización que cada momento histórico define. Es que en la medida que las significaciones imaginarias sociales fueron mutando con los considerables cambios que se produjeron a lo largo el siglo XX (las dos grandes guerras, el nuevo papel de la mujer, el estado de bienestar, la sociedad de pleno empleo y su progresivo desmantelamiento, la caída del bloque soviético, la restauración del capitalismo salvaje a través del neoliberalismo socioeconómico, la juventud como modelo idealizado, el individualismo a ultranza, etc.), no sólo la constitución de la subjetividad sufrió un vuelco de campana sino que también la brújula que otorgaban los adultos a los adolescentes para moverse en este mundo se extravió al calor de dichos cambios.
Por ende, las diversas configuraciones que fueron adoptando los bordes y desbordes adolescentes dependieron para su producción y puesta en acto de la incidencia de los movimientos significantes que se llevaron a cabo al interior del imaginario social de cada época. En este sentido, las consecuentes modificaciones en los usos y costumbres de las fronteras y bisagras no pudieron ser expresadas sino por cuenta y obra del accionar del imaginario adolescente de turno, en tanto éste último siempre operó como una caja de resonancias de las alteraciones que se produjeron en el ámbito sociocultural. Es en este sentido que podemos afirmar que no hay modos de representar, de sentir, de pensar y de hacer que no tengan una raigambre social, cultural e histórica. Por esta razón, las significaciones imaginarias sociales de cada época van a imponer su sello a dichos modos. Asimismo, estas significaciones van a incidir sobre el destino de las pulsiones al decidir sobre la forma y el contenido que en el psiquismo adquieran sus representantes, es decir, deseos, afectos y representaciones.
Por tanto, cada época va a proponer para estos representantes una serie finita de caminos, la cual a la manera de un consenso social implícito permitirá dotar de cierta uniformidad a la dinámica societaria. Es por esta razón que tanto los bordes como los desbordes de una generación no habrán de coincidir punto a punto con los de la siguiente.
Por otra parte, dado que ninguna experiencia adolescente podrá eludir la sinergia que genera el tránsito por estos bordes y desbordes, el abordaje terapéutico no habrá de transformarse en la excepción. Es en este sentido que se hace presente el planteo winnicottiano acerca de que el psicoanálisis es un juego especializado que con sus reglas bien definidas ayuda al analista a manejar con cierto confort el encuadre y la dinámica del trabajo, mientras que la psicoterapia resulta mucho más difícil porque superpone las zonas de juego del paciente y del terapeuta. Esta situación implica al adulto en función terapéutica de una manera particular, ya que debe adaptar su juego al del adolescente para poder generar un código de intercambios que se sostenga en el tiempo. De este modo, el terapeuta también circula por bordes, aquellos que la tarea clínica requiere para poder cumplir las funciones acompañante y apuntalante que le competen.
No obstante, los bordes terapéuticos no son similares a los bordes adolescentes, ya que van a estar referidos al replanteo simultáneo y recíproco de la relación entre teoría y praxis que en su permanente retroalimentación amplia los márgenes de pensamiento y acción. En este sentido, el vínculo psicoterapéutico también habrá de operar en este campo generador de nuevas experiencias, aportando su cuota de significaciones al flujo representacional a través de su trabajo sobre los aspectos concientes e inconscientes del Yo y del Superyó. Pero, también, va a precipitar sus influencias en el territorio de los valores e ideales en tanto el discurso analítico cuenta con los suyos, los cuales no sólo se trasmiten a través de las intervenciones (interpretaciones, señalamientos, etc.), sino que emanan de las condiciones generadas por el propio dispositivo. Si a esta situación le sumamos el ensanche que se produce en el preconciente del adolescente a partir de este mismo discurso, se cerrará el círculo virtuoso que el otro del vínculo, en este caso el terapeuta, ofrece en su calidad de gestor, puntal, acompañante, rival y partenaire.
BIBLIOGRAFÍA
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Cao, Marcelo Luis (1997): Planeta adolescente. Cartografía psicoanalítica para una exploración cultural. Windu Editores. Buenos Aires, 2019.
Cao, Marcelo Luis (2009): La condición adolescente. Replanteo intersubjetivo para una psicoterapia psicoanalítica. Windu Editores. Buenos Aires, 2023.
Castoriadis, Cornelius (1975): La institución imaginaria de la sociedad. Tusquets. Barcelona, 1989.
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Freud, Sigmund (1905): “Tres ensayos de teoría sexual”. Obras Completas. Tomo VII. Amorrortu. Buenos Aires, 1978.
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Kaës, René (1979): Crisis, ruptura y superación. Cinco. Buenos Aires, 1979.
Kaës, René (1993): El grupo y el sujeto del grupo. Amorrortu. Buenos Aires, 1995.
Missenard, Andre (1971): “Identificación y proceso grupal”. El trabajo psicoanalítico en los pequeños grupos. Siglo XXI. México, 1972.
Winnicott, Donald (1958): Escritos de pediatría y psicoanálisis. Laia. Barcelona, 1979.
Winnicott, Donald (1971): Realidad y juego. Granica. Buenos Aires, 1972.
[1] Las iniciaciones rituales abarcan, entre otras, el ingreso a los diversos grupos de pertenencia formados por pares, el conocimiento sexual, el noviazgo, el acceso a lugares (escuela, trabajo, universidad, clubes, boliches, etc.), y sus prácticas específicas (consumos varios, ejercicio de la semiautónoma, graduación, viaje de egresados, etc.).
[2] Las describo aquí linealmente, pero su operatoria es en simultáneo. A saber: caducidad de los recursos y operatorias infantiles, refundación del narcisismo, búsqueda de puntales y modelos, remodelación identificatoria, reedición edípica, moratoria social, identidad por pertenencia, enfrentamiento generacional, proyecto a futuro, transbordo imaginario, apropiación de funciones y lugares, desprendimiento material y simbólico de la familia de origen, salida exogámica, desorden transitorio y genérico de la autoestima y autonomía.
[3] Missenard, Andre (1971): “Identificación y proceso grupal”. El trabajo psicoanalítico en los pequeños grupos. Siglo XXI. México, 1972.
[4] Cao, Marcelo Luis (1997): Planeta Adolescente. Cartografía psicoanalítica para una exploración cultural. Windu Editores. Buenos Aires, 2019..
5 Cao, Marcelo Luis (2009): La Condición Adolescente. Replanteo Intersubjetivo para una Psicoterapia Psicoanalítica. Windu Editores.Buenos Aires, 2023..
[6] Freud, Sigmund (1933): “Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis”. Obras Completas, Tomo XXII. Amorrortu. Buenos Aires, 1979. Pág. 60.
[7] Cfr. Planeta Adolescente.
[8] Cfr. La Condición Adolescente.
[9] A la manera de ejemplo recordemos a estos adolescentes. Bobby Fischer obtuvo el título de Gran Maestro a los 15 años. Steve Jobs diseñó la primer computadora personal a los 21 en su garaje. Los Beatles cuando iniciaron su camino, todavía sin Ringo, eran unos quinceañeros. Rimbaud publica sus primeras poesías antes de los 20. Roman Polanski empezó a filmar a los 21. Bill Gates fundó Microsoft a los 20. Bret Easton Ellis publica Menos que cero a los 21. Bertolt Brecht escribió su primera obra de teatro a los 20. Daniel Burman rodó su primer largo a los 22. James Dean salta a la fama a los 23 con Al este del paraíso. Mark Zuckerberg fundó Facebook a los 20. Y siguen las firmas.
[10] Esto puede apreciarse en el consumo compulsivo de sustancias, objetos y personas, en un exhibicionismo militante y en el ejercicio permanente de actitudes violentas que no sólo se registran en las vinculaciones sino que también son propaladas por los medios de difusión en sus versiones periodísticas y ficcionales.
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